Elegir la pastilla azul es cada vez más tentador. Tal como va el mundo, parece lógico que el ser humano esté apostando por diseñar y construir su propia realidad; virtual, sí, pero la diferencia con la física se va haciendo menor a pasos agigantados. Así pues, además de un certamen de electrónica, visuales, instalaciones tecnológicas y espacios de iluminación y sonido, el LEV Matadero 2019 de Madrid, que se celebró el fin de semana del 17 al 20 de octubre, fue una suerte de Lonely Planet del lugar donde querríamos vivir nuestra propia realidad virtual alternativa.
Quien firma estas líneas amaneció el viernes 18 en una Barcelona tomada, en huelga, en una realidad (real) bloqueada, triste y desesperanzadora, y se acostó en Madrid tras una primera toma de contacto con una realidad (virtual) más amable y, sobre todo, completamente controlable. No por nosotros mismos, tal vez. Pero sí por artistas y técnicos que caprichosamente puede crear, destruir y modificar cada elemento que compone y determina el mundo que nos rodea; y, por consiguiente, nuestras sensaciones y emociones dentro del mismo. Piénsenlo: si de una escena aterradora, que lo es por ejemplo solo por su nocturnidad, podemos editar que sea de día, probablemente el miedo se desvanecerá. Así de simple. Así de trascendente.
El LEV Matadero 2019, por tanto, sirvió también de escaparate de un futuro en el que, seguramente, la posibilidad de evasión total será un hecho. Un futuro que suena a electrónica avanzada. Estos fueron los mejores ejemplos:
Ryoichi Kurokawa: cuanto más críptico y codificado, más seguro nos parece un entorno
El japonés Ryoichi Kurokawa fue uno de los claros triunfadores del LEV Matadero 2019. El viernes, en poco más de media hora, el de Osaka nos paseó por descorazonadoras ambientaciones visuales, tanto naturales como arquitectónicas, deconstruyendo y manipulando las imágenes, la música y, por extensión, la propia realidad circundante. Siempre desafiando y rompiendo ritmos, Kurokawa arrancó su presentación adentrándonos en un bosque que, por tétrico y hostil que pudiera parecernos, nunca llegó a amenazarnos. Lo mismo ocurrió con sus instalaciones arquitectónicas, ruinas abandonas, deshabitadas y deshumanizadas: por muy creepy que fueran, nunca sentimos miedo o vulnerabilidad. ¿Por qué? Porque nada que podamos alterar, manipular, controlar o decidir nos asusta.
En ese sentido, y más allá de la calidad estética, del diseño y de la coherencia artística, el planteamiento de nipón nos remite a la multiplicidad de planos de la realidad. Los cuales, aislados y accesibles, pueden llegar a perder su sentido pero también sus efectos. En otras palabras: cuanto más críptico y codificado –y, por tanto, decodificable y deconstruible– más seguro nos parece un entorno. Y al final lo de menos es (o será) que se trate de una realidad o de una ficción. Diseño, arquitectura, paisajismo, softwares informáticos, la distribución inteligente y espacial del sonido y una narrativa subyacente que permita interpretaciones varias. Estas son las herramientas actuales para construir ilusiones. En el futuro lo serán para construir nuestra realidad a la carta.
Aïsha Devi: equidistancia explosiva, wagneriana en su exceso
Cuando el río de una sesión electrónica suena al new age de Enya, a la brutalidad industrial de HEALTH, a la armonía melódica de Sigur Rós, a la contundencia casi barroca de Mastodon, a la oscuridad de Burial, a algo glitch, orquestal y ravero casi a la vez, a trascendencia folclórica en forma de coros vocales y a paisajes digitales en perfecta cohabitación, es que lleva agua, mucha agua. Porque Aïsha Devi es una batidora de estilos. Un manantial panelectrónico desbocado que nos alcanza a modo de tsunami musical, en diferentes oleadas perfectamente acopladas pese a su aparente caos. Un desorden controlado capaz de mutar dentro de un criterio y una coherencia incontestables.
Su puesta en escena, desprovista de visuales pero sacándole partido al sistema Soundscape –un nuevo sistema de sonido inmersivo diseñado por d&b audiotechnik, que ya había sido utilizado de manera brillante por Ryoichi Kurokawa–, resultó en un perfecto catálogo de mezclas inverosímiles, de una equidistancia explosiva, postulándose, no ya como una de las sorpresas del festival, pues veníamos avisados, sino como un claro ejemplo de la abundancia como fuente de inspiración. Wagneriana en su exceso, Aisha Devi se desborda de manera incontenible en absolutamente todas las direcciones posibles (y alguna también imposible).
Plaid: experimentación y vanguardias
Plaid eran uno de los principales alicientes de la jornada del viernes y del conjunto del cartel. La presentación de Polymer, su décimo álbum de estudio (octavo con Warp), prometía itinerarios musicales intensos. Además, la experiencia sónica del Soundscape auguraba también una inmersión profunda en su propuesta. No obstante, poseyendo tracks imbatibles como ‘Scoobs In Columbia’ o ‘CLOCK’, que habrían puesto patas arriba la Nave 16 del Matadero, los ingleses parece que optaron por otorgar a su puesta en escena un cariz más experimental que fiestero. Acorde con el espíritu del festival y con su última entrega.
Arquitectos de algunas de las producciones más destacadas de Björk o Goldfrapp, mostraron su proverbial versatilidad estilística sin perder una línea vertebral basada en el contraste. Entre lo onírico y lo brutal, ente las armonías luminosas y un entramado de bajo y ritmos oscuros. Pero también entre la contundencia del beat y cierto minimalismo que tuvo su extensión en las visuales. Éstas, tomando como referencia el cine puro –a los Norman McClaren, Len lye, Viking Eggeling u Oskar Fischinger, que introducían retoques abstractos a color en las cintas experimentales– y otras vanguardias artísticas del primer tercio del siglo pasado como el dadaísmo, volvieron a retrotraernos a la misma cuestión central que ha planeado sobre nosotros durante todo el fin de semana: la alteración de la realidad como último objetivo activo del arte.
Porque, ¿acaso el arte no ha tratado siempre de imitar a la realidad para comprenderla y, en última instancia, traducirla? Pues bien, estamos ante el siguiente paso: retocarla y reformularla a nuestro antojo.
Skygaze: renovadora floración de los 90-00
Tras una jordana de viernes intensa y muy satisfactoria, el sábado a primera hora de la tarde fue el turno del asturiano Jaime Tellado. Un viejo conocido del L.E.V. Festival, pero también de otros muchos certámenes de electrónica de todo el país. Venía a presentar en primicia su cuarto álbum, Bloom, que saldrá apenas un año tras haberse ganado el favor de público y crítica con su anterior trabajo, Freedom.
Acompañado por el teclista Helios Amor, el asturiano nos brindó una sesión vibrante que arrancó con bases muy de hip-hop, muy Ninja Tune de los 90. Elegante y con una narrativa melódica subterránea y nocturna, pero carente de tensión: como pasear de noche por una ciudad desierta. A partir del tramo central se fue acelerando, exponiendo finas líneas de unión entre el drumandbass y un dubstep más bien suave. También en el final recurrió a ese rollo hiphopero industrial que, por momento, recordaba al Dj Shadow de los primeros 2000; pero antes, seguramente en el tramo más lúcido de toda la sesión, Tellado plantó una base atmosférica y juguetona sobre las que su acompañante dibujó fantásticas excursiones jazzísticas. Casi parecía orgánico, pero era el acid-jazz de toda la vida, renovado.
Morton Subotnick, Alec Epmire & Lillevan: padre, hijo y espíritu abstracto
Tener delante al legendario Morton Subotnik, uno de los padres de la electrónica, a sus 86 añazos, impresiona. Tanto, que la presencia y complicidad de todo un Alec Empire, incansable buscador de sonidos y prolífico creador inspirado desde joven por el californiano, podía quedar en segundo plano. Sin embargo, unidos ambos al artista visual Lillevan, conforman una de las colaboraciones más fascinantes y emocionantes de la agenda electrónica audiovisual internacional e intergeneracional de esta temporada. Y, obviamente, no decepcionaron.
Tanto la música como las imágenes compartieron morfologías no figurativas. Pero donde la primera se mostró minimalista, deshuesada y cercana al tipo de abstracción de la música concreta, las segundas se caracterizaron por la densidad, la intensidad y la saturación. El contraste fue brutal, pero funcionó de maravilla. En todo momento se percibía la estática. Como si se oyera respirar a la electricidad pasando por toda la cacharrada analógica del norteamericano y del alemán. Eso sí, cuando se intensificaba la señal sónica, siempre se inclinaba hacia ambientaciones más bien oclusivas y disonantes, de nuevo enlazando con la música concreta. Salvo un tramo final en el que sí se reflejaron luces y tonos de esperanza y de cierta dulzura como post-bélica.
SPIME.IM: un black mirror corporal
Lo más interesante de la performance del colectivo artístico transmedia italiano SPIME.IM fueron dos cosas. En primer lugar la creación a través de la corporalidad. Tanto la música como las visuales nacían de controladores portátiles adheridos a sus cuerpos en forma de guantes, en el caso de los dos encargados de la música, y mediante un mando a distancia, en cuanto a las imágenes; dando pie a reflexiones sobre la duplicidad de lo real en lo virtual, del ser en avatar, y, en última instancia, sobre la propia identidad.
Y en esa línea, lo segundo: la identidad colectiva radiografiada. Sobre una música industrial-drone muy potente y directa, la carga de visuales culminó en varias baterías de imágenes sobre la sociedad repetitiva, casi epiléptica, y de consumo voraz. Guerra, ecologismo, el mass media: todo muy reconocible, pero todos conceptos que golpeaban directamente tu zona mental más ética al ritmo trepidante de la música. Un puñetazo de realidad, desde lo virtual.
Sega Bodega: el eclecticismo exacerbado y el final de los géneros cerrados
El proyecto multifacético self*care, del artista multiestilístico Sega Bodega, explica gran parte de las virtudes del inglés. Sin embargo, puede que su puesta en escena peque de excesivo sentimentalismo. Me explico: su propuesta pasó de un inicio metrallero con munición de techno industrial despiadado, disparado a bocajarro desde detrás de una lona, a ponerse Sega al frente del escenario, micro y guitarra en mano, pendulando entre texturas electrónicas de un R&B sucio y viciado, experimentación vocal y bases de dubstep y synthpop. Y entre medias, fragmentos que podrían haber firmado unos Chromatics muy oscuros y obtusos, retazos de post-rock y hasta dinámicas shoegazers.
El problema fue la conexión entre las diferentes facetas de su propuesta y la gestión de los tempos a la hora de alternarlas. Tal vez con exceso de interpretación y con actitud escénica recargada pese a la aparente distancia entre artista y público. No obstante, su repertorio y su eclecticismo exacerbado encajan perfectamente en una tendencia existente no solo en la electrónica, sino en toda la música en general: el final de los géneros cerrados.
Kelly Moran: pernoctando en la evasión absoluta
Tras años de investigación y de estudio, después de obtener varios títulos, de hacer una tesis y de buscarle todas las vueltas a la composición y al piano, de desafiar a lo académico y de empaparse de sí misma y de infinidad de influencias, resulta que Kelly Moran vio la luz de la revelación mientras paseaba por un bosque escuchando el ruido natural, el sonido puro del mundo. De ahí nació una nueva Kelly Moran; un acuerdo discográfico con Warp; y un álbum fascinante llamado Ultraviolet, que ha servido de excusa para visitar dos veces nuestro país en 2019. Con él la neoyorquina ha roto definitivamente cualquier atadura: es la evasión absoluta.
Su puesta en escena, tremendamente hipnótica tanto por el diálogo de piano y bases ambientales como por las visuales, reflejó esa libertad total que Moran ha tardado tanto tiempo en encontrar. Formas abstractas, libres de estructuras, pero coherentes dentro de una misma naturaleza movida por la intuición y las emociones más innatas. Melodías gélidas y acristaladas, reiteraciones que se convertían en variaciones, sonoridades sutilmente mutantes, como de harpa o hang, configuraron un mundo propio, una realidad autónoma –donde nos gustaría vivir o, al menos, pernoctar de vez en cuando– basada en el sabio criterio natural, en sus reglas y en su voz. Un universo del que Moran no es más que una humilde transmisora.
Alessandro Cortini: abocados a un futuro deshumanizado
Pese a ser uno de los artistas más conocidos de todo el cartel, a mediodía del mismo domingo todavía quedaban entradas para ver a Alessandro Cortini poniendo el broche de oro a la primera edición del LEV 2019 Matadero de Madrid. El italiano, célebre entre otras cosas por formar parte del séquito de Trent Reznor en Nine Inch Nails, acaba de publicar Volume Massimo, su nuevo álbum. Es el primero en el prestigioso sello Mute, y su defensa en vivo prometía ser uno de los shows del festival. Y así fue. El único pero fue su corta duración. Teóricamente programado entre las 20:40 y las 22:00, el concierto apenas llegó a los tres cuartos de hora, finalizando de manera abrupta como un coitus interruptus cuando la mayor parte del público se hallaba, o eso creía, en plena faena de inmersión emocional.
Hasta entonces la actuación del boloñés había sido soberbia. Partiendo de un ambient luminoso y sólido, se arrancaba de tanto en tanto en escaladas armadas con un simple refuerzo de bajo. Algunas derivas expansivas y espaciales recordaron a los Mogwai del Atomic, otras al telón de sonido de los mismos en sus primeras entregas, y en ciertos momentos también a la tensión estructural, al ruido blanco y a la épica digital de Tim Hecker. Todo confluía en lo mismo: estamos abocados a un futuro deshumanizado. Mención aparte merecieron las visuales. De un surrealismo contenido, magníficamente producidas y protagonizadas por personas siempre en escorzo –con especial atención por las manos– mantuvieron un criterio estético y una narrativa visual que, solo en contados, precisos y sutiles momentos, se unían rítmicamente a la música. Un cierre a la altura del festival.
Otras propuestas multidisciplinarias. Vortex: un umbral al futuro
Más allá de la programación musical, el LEV Matadero 2019 presentaba la nueva sección Vortex. Una nueva sección dedicada a proyectos nacidos de la intersección entre cine, arte, tecnología, videojuegos y creación electrónica. Propuestas que iban desde lo más musical, como la de la artista vasca RRUCCULLA o la performance de The Glad Scientist, donde todos los elementos audiovisuales estaban controlados desde un casco de realidad virtual, a todo tipo de experiencias inmersivas como instalaciones VR, VR Cinema, proyecciones y actividades que hacían uso de diversas tecnologías para generar mundos virtuales y abrir puertas a otros nuevos.
Dos de las actividades estrella de Vortex, que había que reservar con antelación por la capacidad reducida de los grupos, fueron el proyecto Alphaloop (que no probé) y las experiencias de realidad virtual y Cimena VR (que sí probé). La primera era una actividad experiencial-inmersiva en realidad virtual al aire libre ideada por Adelin Schweitzer, que creaba un escenario por todo el recinto para los indómitos participantes a través del cual se movían y se reflexionaba sobre lo sagrado.
Cortos, juegos y experiencias visuales interactivas
La segunda era en el interior de la Nave 0. Constaba de un conjunto de cortos, juegos y experiencias visuales interactivas en 3D y VR que el público podía disfrutar durante dos horas. Entre lo más destacado, una versión VR del clásico Manga Ghost in the Shell, Battlescar, una narración en 360º sobre un dúo de punk femenino, y Gloomy Eyes, una bonita serie animada de realidad virtual, premiada en Sundance, que presenta un futuro apocalíptico donde conviven (a duras penas) humanos y zombis.
Pese a algunos problemas ocasionados por las fuertes lluvias del sábado por la tarde, el LEV 2019 Matadero superó con buena nota su primera incursión en Madrid. Acogido por el notable y carismático recinto del Matadero, en la modernizada ribera del río Manzanares, el certamen expuso una vez más los frutos de la feliz unión existente entre música e imagen. Además, siempre atento a los últimos logros de la tecnología, y con el telón de fondo de la electrónica más avanzada, nos sirvió también para entender un poco más la dinámica que nos conduce al futuro, que nos promete realidades múltiples, algunas físicas y otras no, y que nos aboca a la pérdida de la hegemonía de los seres vivos en los diferentes planos de la existencia. Tal vez, al definitivo triunfo de Matrix.
Texto: Pablo Luna Chao
Foto: Elena de la Puente
Espacio reservado para publicidad
Parece que estás usando un complemento para bloquear la publicidad.
Nos esforzamos por mostrar publicidad que sea relevante para ti de la forma menos intrusiva posible.
Por favor, ¡considera añadir nuestra página a la lista de excepciones de tu bloqueador de publicidad para apoyar a OCIMAG!